lunes, 7 de junio de 2004

ULTRAJE A LA DIVERSIDAD CULTURAL -Demolición del Café y Bar Izmir-

por Carlos Szwarcer

En una nota anterior contamos parte de la historia del Conventillo el Nacional, más conocido como “Conventillo de la Paloma”. Problemas judiciales y diversos intereses estuvieron a punto de llevar al remate y la demolición a este predio histórico en el que se inspiró Roberto Vacarezza para su famoso sainete y en el que hoy viven 16 familias. A último momento pudo salvarse de un posible camino a las topadoras mediante una ley de la legislatura porteña del día 22 de Abril de 2004 que lo protege, en tanto una disposición cautelar, refrendada por ésta, lo declaró Patrimonio Cultural. No tuvo la misma suerte el Café y Bar Izmir, también Hito Histórico de Villa Crespo y del Buenos Aires cosmopolita. De su historia hoy nos ocuparemos.
El local fue construido hacia 1932, sobre la base de una sala y tres habitaciones de un inquilinato de Gurruchaga 432 / 436 y funcionó como Café desde mediados de esa década. Ubicado en un barrio sorprendente, de múltiples realidades por el que deambulaban musas, poetas y juglares donde, por supuesto, el tango echó raíces En sus inquilinatos convivían el criollo, el tano, el gallego, el ruso, el turco, etc., y la zona se fue caracterizando por la dinámica relación entre las diversas etnias. Gurruchaga fue la calle que concentró a la inmigración sefaradí de habla hispana, llegada, sobre todo, de Turquía y los Balcanes. A juzgar por los comentarios de vecinos de aquella época, “la gente se cruzaba de vereda de aquí a allá” como si fuera “peatonal, una feria, un mercado persa”. Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo más codiciado eran los manjares típicos, delicias paradisíacas para los sefaradíes. En este torbellino urbano cada oficio callejero agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el zapatero remendón, con su caja de herramientas apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta clientela de los conventillos; al mismo tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban su mercancía arrimándose al cordón. Convivían en el café distintos tipos de personajes de los que se conocen sabrosas anécdotas. La mayoría de los asistentes eran hombres que residían en los alrededores, aunque a este lugar pintoresco llegaba gente de otros barrios: Flores, el Centro, La Boca, Palermo e inclusive de varias provincias y de la ciudad de Montevideo. Una actividad laboral predominante en muchos habitués fue la compraventa, sobre todo enseres hogareños: camas, mesas, sillas, veladores y aun ropa, muchas veces usada. El negocio de saldos no le iba a la zaga. Salían muy temprano a “timbrear” por los barrios de la ciudad y pueblos de la Provincia de Buenos Aires.
El Café ponía a disposición de su clientela una importante colección de discos de pasta griegos y turcos y la música se abría paso hasta la calle, entre el humo espeso del tabaco y el de la cocción de los shishes (carne picada o trozos de cordero o hígado asados al carbón en unos pinches metálicos) servidos al plato o dentro de una pita - pan árabe - a modo de sándwich. Era tradicional una “picada” llamada “mezé“, compuesta por una variedad de platitos típicos: queso blanco de cabra, aceitunas, rabanitos, pepinos, huevo duro, etc., y el infaltable “rakí”, anís, que a veces era convertido en un líquido de aspecto lechoso debido al agregado de agua. El juego de naipes, especialmente “loba” o “pastra” y el “table” (similar al backgamon) eran parte de los entretenimientos. Pero esos hombres deliraban cuando tocaba la orquesta oriental: mandolín, laúd, kanún (instrumento de cuerda ejecutado con plectros), pandereta, dumblek (tambor pequeño), violín, etc. La llegada de los músicos y las odaliscas, en horas de la noche, habitualmente los viernes y fines de semana, era todo un acontecimiento barrial: La “música turca” era ciertamente popular y el baile coronaba un sutil efecto de seducción. Perviven en el recuerdo famosas y voluptuosas bailarinas como Madame Jannette, Flora, las Livias, etc. y diestros bailarines como Abraham Sadrinas o Elías Bajar. Aunque con una mayoritaria presencia judeo-sefaradí, no faltaban griegos, armenios y de otras colectividades. “No había odios... en paz”, afirman los testimonios. Rafael Alejandro Alboger, sefaradí oriundo de Esmirna (Izmir), afianzó el estilo oriental del Café, del que se hizo cargo en 1940 hasta mediados de los ’60, cuando fallece; este hecho agregado a las transformaciones sociales y a la
compra del fondo de comercio por una familia asturiana que le dio al Izmir un uso convencional, hicieron que declinara gradualmente hasta cerrar en Octubre de 2000, al poco tiempo de haber sido designado, en virtud de su rica historia, Café Notable de la Ciudad por la “Comisión de Protección y Promoción de los Cafés, Bares, Billares y Confiterías Notables de la ciudad de Buenos Aires.” El 19 de Abril comenzaron a demoler este símbolo de la Diversidad Cultural y de la Convivencia Pacífica; finalizaron con el sacrilegio el 4 de Mayo, pese a los esfuerzos de los vecinos por evitarlo. Fue otra “Víctima de la burocracia” - como expresaron varios medios de comunicación - y de la mala voluntad de los dueños del predio, que no quisieron siquiera dialogar con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y con sectores de la sociedad, entre ellos el Grupo Promotor del Área de Protección Histórica de Villa Crespo, el cual presentó propuestas que respetaban el proyecto particular de levantar un edificio y, al mismo tiempo, preservaban el Café Izmir. Ha quedado un campo yermo, un baldío inconcebible en un sitio donde se mantuvo altivo durante siete décadas un edificio representativo de la historia barrial, considerado “emblema de la ciudad” y “parte de la esencia porteña”. En estos momentos se intenta preservar al menos un sector de la planta baja del edificio proyectado para que en un futuro se pueda recrear este Café por donde pasaron varias corrientes inmigratorias que con sus esfuerzos y sus sueños de paz ayudaron a engrandecer este país que les dio cobijo. Los ciudadanos debemos ser custodios de la memoria que nos identifica con un territorio y con una manera de ser, pero es obligación de las áreas pertinentes del Gobierno que no demoren su accionar y defiendan los lugares que conforman nuestra identidad, que protejan esos espacios tan racionales como mágicos que contienen el legado de nuestro pasado. Acaso sea necesario recordarles a muchos dirigentes la importancia vital que tienen nuestros Patrimonios Culturales y de paso mencionarles las sabias palabras del escritor Fréderic Mistral: “Los árboles de raíces más hondas son siempre los que crecen más alto”. Hasta la próxima...

Carlos Szwarcer
Publicado en Revista de Estudios Culturales del CECAO. Año II. Nº 20. Junio de 2004. Córdoba. Argentina.